martes, 23 de marzo de 2010

Aviones

Había pasado por delante tuya al subir a aquel avión, sin inmutarme, sin fijarme en esos ojos que anunciaban pasión. Pobre incauto yo, que me había dedicado durante todo este tiempo a contemplar el paisaje que se distinguía a través de la ventanilla, sin darme cuenta de que lo que realmente importaba estaba sentado a mi vera. O sentada, mejor dicho. Leías tranquila a Miguel Hernández, acariciando cada página como si en ella fuera un poco de tu vida. O de la mía, que poco a poco se perdía en los rizos de tu pelo.

Un torbellino nos engulló. El avión se tambaleaba, pero tú no parecías inmutarte. Tú y tu pelo rizo, quieto, como parado en el tiempo, haciéndome sentir cada vez más y más pequeño, vulnerable, idiota, histérico... Me preguntaba si serías real, si al intentar tocarte no despertaría de aquella pesadilla tan veraz, si aquel viaje no sería más que la expresión de mis más profundos miedos, la tortura a la que mi subconsciente me sometía sin motivo aparente.

De nuevo la calma. Y tus ojos. Esos ojos que ahora me miraban, haciéndome arder por dentro de deseo. Y el suave cosquilleo de tus labios en mis oídos, diciéndome que me relajase, que aquello no era el infierno, que tú no eras el demonio.

Ni yo un santo.

lunes, 8 de marzo de 2010

Carnal.

En noches extrañas, absurdas como una película de Emir Kusturica, nos herimos el alma. Lo hicimos lento, marcando las pausas, al suave son de las teclas de aquel piano que seguía resonando en mi cabeza. Y entró la guitarra y nos volvimos locos, arañándonos la piel bajo la ropa sudada, pensando que jamás deberíamos habernos metido en esto, deseando tirarnos de cabeza a la piscina en la que nadan nuestros más húmedos deseos. Y gritando nos dimos cuenta de qué era el sexo.

Al son de nuestros jadeos la banda tocaba los últimos temas, pidiéndonos por favor que no provocásemos incendios de nieve.